En sus temporadas teatrales en Mar del Plata, las actrices Marta González, María Rosa Fugazot y Nora Cárpena aportan sus historias, lo mismo que el humorista Sergio Gonal.
Por Paola Galano | Twitter: @paolagalano
No es “una ciudad hecha de huesos grises”, como escribió Alfonsina Storni. Es más bien una ciudad que flota en el inconsciente colectivo y que también se construye con ladrillos de palabras e historias. Ladrillos etéreos, con relatos en los que late más que el gris asfalto. Tantos tonos como anécdotas y miradas, sobre todo si esa ciudad es Mar del Plata en verano, el sitio al que se llega para trabajar durante los mejores meses. Y los que llegan son artistas, actrices, actores.
Arranca la gran actriz Marta González, famosa por ser parte de obras de teatro, películas, espectáculos grupales y ciclos televisivos. Dueña de una memoria prodigiosa, rememora el verano de 1971. Entonces, en la sala del Teatro Roxy se integraba a un “elencazo”: Ernesto Bianco, Osvaldo Miranda, Beatriz Bonet, Alejandra Dapassano, Atilio Veronelli y María Aurelia Bisutti. Juntos hacían la comedia “No me toquen el amor propio”.
“Estábamos en lo mejor de nuestras carreras. Yo hacía un papel muy chico porque éramos muchos en escena, pero era muy gracioso lo que me tocaba: entraba con una boa de plumas y empezaba a pegarles a todos”, repasa su rol y añade otro dato: ese fue el verano en el que quedó embarazada de su hijo Leandro. Por eso andaba con las náuseas de los primeros meses. Ante sus compañeros argüía dolor de hígado, pero un pícaro Osvaldo Miranda la miraba y le decía: “Ese hígado tiene patitas, nena, tiene patitas”.
El elenco se había instalado unos días antes del estreno y el director incorporó, a último momento, elementos que no estaban previstos al comienzo de los ensayos. Entre esos objetos, estaba su boa de plumas, que empezó a ser central para la confección de su personaje “picante”. “En Buenos Aires se podían conseguir cosas teatrales pero en esa época en Mar del Plata todo era más difícil. Y no había manera de encontrar esa boa“.
Desesperada porque no sabía dónde obtener el accesorio, una noche no dudó en pedirle un favor al asesor de vestuario. “Acompañame”, le dijo. Sabía dónde ubicar a un grupo de prostitutas que paraba en una esquina céntrica todos los días, cuando la noche marplatense empezaba a hacerse más espesa. Se acercó a las chicas y las consultó: necesitaba conseguir una boa de plumas como las que solían usarse en los cabarets.
“La generosidad que tienen estas mujeres es muy grande, todas amorosas, fueron ellas las que me regalaron una boa, hermosa”, recuerda. Así pudo lucirse en la obra, aunque el día del estreno fue algo más accidentado. “Me tocaban diez minutos sabrosos, picantes, yo entraba con esa boa y hacía como que les pegaba a todos, pero en el medio del revoleo Beatriz Bonet me la sacó en escena”, sigue. No llegó a generarse un cortocircuito entre ambas: Bonet le pidió disculpas por el descuido en torno a un objeto que tanto le había costado conseguir.
Las temporadas pasaron, los almanaques también. Llegaron los hijos y Mar del Plata seguía siendo para Marta y su amiga, la también actriz María Rosa Fugazot, una plaza que conjugaba trabajo con veraneo y familia. Ninguna quiso perderse el sol, la playa, la naturaleza y la vida al aire libre en un entorno tan diferente al cemento capitalino.
Por eso, para sacarle el jugo a su estadía marplatense, no dudaban en armar idas a la playa multitudinarias: los nuestros, los tuyos y algún que otro amigo. “Parecíamos los Campanelli”, evoca Fugazot. “Nuestros hijos eran chiquitos: llevábamos comida, ropa para cambiarlos, las pelotas, las raquetas… era un despelote, pero la pasaban bomba y nosotras también”.
Para Fugazot, un verano sin esta ciudad no es un verano real. “El hecho de tener arreglado el trabajo en Mar del Plata ya me hacía feliz”, repasa. Y va al centro de la anécdota que quiere contar. El contexto: una Fugazot soltera, muchos años antes de convertirse en la madre que llevaba media casa a la playa.
“Un día se me ocurrió ir con una amiga a una de las playas del sur, de esas que están llegando a Miramar, quedaba muy lejos. Entonces no tenía coche, así que nos fuimos temprano en colectivo”. Era el día de descanso del teatro, no había preocupaciones por volver temprano. Era verano y la playa se abría a los bañistas como una fruta madura y sabrosa.
“Salimos muy campantes a eso de las cinco de la tarde pero no había manera de tomarnos un colectivo, había gente por todos lados. No nos quedó otra que cruzar la calle y sentarnos en unos de esos barcitos que había en la costa. Era un lugar que tenía mesas y sillas altas”.
El tiempo se deshizo rápido entre charla y charla, mirar el mar y disfrutar de la energía crepuscular de un atardecer costero. “Al final, terminamos cenando ahí y llegué a mi casa como si hubiera ido a un baile” bien entrada la noche, cuando finalmente pudieron conseguir un colectivo vacío que las devolviera al tejido céntrico, donde residían. “En Mar del Plata me pasaron mil cosas hermosas”, repite la actriz, que es dueña de una enorme trayectoria artística.
Un misterio develado
“Fui papá a los 18 años”, empieza el humorista Sergio Gonal. Y da a entender las imposibilidades que tuvo mientras vivía en Mar del Plata y ya andaba con ganas de dedicarse a los escenarios. “No podía gastar dinero en una entrada teatral, pero sí me daba el gusto de ir a ver los artistas a la puerta del teatro y después iba a ver dónde comían, qué es lo que hacía la colonia artística”, repasa.
Con ese espíritu de voyeur, llegó una noche de los años 80 hasta la puerta del restaurante “Los vagones”, aquel local gastronómico sobre la avenida Constitución que se levantaba sobre dos vagones de tren acomodados en forma de “L”.
“Me quedé en la puerta. Y lo vi entrar a Santiago Bal, elegante, vestido con zapatos blancos. En esa época nadie usaba zapatos blancos. Después llegó Pepitito Marrone también con zapatos blancos. Y al rato, Rolo Puente con zapatos blancos”. Quedó sorprendido por el atuendo que se reproducía idéntico en los tres artistas.
Muchos años después de aquel episodio, el mismo Santiago Bal se comunicó con Gonal con la idea de iniciar conversaciones para que el humorista fuera parte de una de las tantas revistas que protagonizó junto a su compañera Carmen Barbieri en Mar del Plata.
“Cuando nos encontramos le conté la anécdota de los zapatos blancos”. Y el veterano capocómico -ya fallecido- le develó el misterio: “¿Sabés qué pasaba? Emilio Bianco, que era un zapatero de la época, nos regalaba zapatos blancos a todos los artistas, porque eran los zapatos que nadie compraba“.
Finalmente, aquella temporada Gonal no hizo revista con Bal ni con Carmen, pero pudo conocer el origen del misterio de los zapatos blancos. Quedó, sí, un aprecio muy grande por Santiago, Carmen y Federico. “Es una familia de artistas de pura cepa”, reconoce.
En el cementerio de la Loma
“Tengo una historia que se puede tomar como uno quiera”, inicia el diálogo la actriz Nora Cárpena. En realidad, son dos historias y ambas están vinculadas al cementerio de la Loma, donde descansan los restos de su papá, el actor Homero Cárpena, su mamá y su esposo, el productor Guillermo Bredeston. Los tres se encuentran en la bóveda familiar, que ella visita todas las semanas cuando anda por esta ciudad y que cuida prolijamente.
“Mi papá murió a los 92 años en Mar del Plata, un verano. Entonces decidimos enterrarlo allí, en su ciudad. Mis hijas habían plantado un árbol en el cementerio, al lado de la bóveda, para que dé sombra, para que florezca”. Los años pasaban y el árbol lejos de embellecer lucía flaco y moribundo. “Estaba enclenque, muchas veces pensamos en sacarlo”, dice.
“Mi papá cumplía los años el 14 de febrero. La temporada en la que hubiera cumplido cien años, en 2010, fuimos con Guillermo al cementerio. Iba todas las semanas, siempre veía al árbol mal. Pero ese día, al irme, me doy vuelta y lo veo: el árbol estaba lleno de flores, de unas flores blancas muy lindas”. Nora no lo duda: “Son señales, presencias, yo creo que los seres que uno quiere no se van nunca mientras uno los recuerde”.
La otra historia también sucedió en el cementerio de la Loma y en el panteón familiar. El verano de 2019, mientras era parte de la obra “Mentiras inteligentes” junto a Arnaldo André volvió a visitar el cementerio. “Estaba con una amiga muy querida, se llama Ana Morón, la nombro porque gracias a ella estoy viva, creo. Porque cuando fui a cerrar la puerta de la bóveda se me cayó en la cabeza un pedazo de mármol que está sobre la puerta y en el que se lee el apellido de la familia”.
“No me mató porque mi amiga gritó y yo me corrí, si no creo que me mata. Llamé inmediatamente al doctor Néstor Pirrota, que es mi amigo del alma, lo saqué de la playa, vino en traje de baño y me llevó a una clínica donde me cosieron la cabeza, estaba bañada en sangre. Fue tragicómico: pasado el susto en seguida empezaron a hacerme bromas, Carlos Rotemberg me decía que era Guillermo el que no quería que me fuera o que él estaba muy bien acompañado y quería que me fuera para que no lo viera… pavadas que me decían para calmarme”, rememora la actriz.